Crucero ecuatorial

1981. Ediciones Sirirí
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I Algo de aquel fuego quema todavía. La luz del sol móvil sobre la copa de los árboles, y mi corazón desbocado, de deseo. Afuera, al alcance de mi mano la fiesta. Los tiempos verbales amarrados, como helechos a una misma piedra. --------------------------------------------------------------------------------------- II Paso por un pueblo borrado de arena. Un resplandor fogoso lo detiene. Entro a un café desierto con las ventanas levemente entornadas y una mosca zumbando frente a los espejos. La cerveza está helada y amarga. Una mujer vestida de negro cruzó la calle, la memoria, como un relámpago oscuro su tarde de verano. --------------------------------------------------------------------------------------- III La boca en un rictus amargo. Una mirada de fiera, para colgar en el escueto retrato de los años. Me voy con ellas, a despertar al vivo y al muerto: Las Locas de Plaza de Mayo. --------------------------------------------------------------------------------------- V Dormí a la sombra de su casa en la isla San Cristóbal, bautizada Chatman por balleneros norteamericanos. Me invitó con té, un mazo de cartas y su serena desgracia. Caminé despacio. Playas de seda festoneadas de cangrejos e iguanas, el volcán al centro y las lloviznas sobre el lago, los naranjales pudriéndose a orillas de las estancias. Después me fui a Floreana, la de la arena negra, y a Santa Cruz, donde abundan las tortugas gigantes, los refugiados nazis y los manglares. En la Isabella recogimos cocos con el chileno pescador de tiburones, a quien luego perdí el destino y quizás, se hizo a la mar en balsa de Guayaquil a las Galápagos. De regreso visité al ciego, contador de historias, guitarrero, en cuya casa dormí. Me dio una carta para sus parientes en Guayaquil. Y nunca la entregué. ¿Sería de vida o muerte?, ¿de qué sería la espesa grafía que dictara el ciego puesta entre mis manos sin sospecha? Nunca la entregué. Estará esperando todavía. Estará esperando. --------------------------------------------------------------------------------------- IX Cuando me quedé sin plata y sin amigos deambulando por la ciudad de Lima fui a parar a un hotel de citas. Esos con fachadas mugrientas y piecitas oscuras que parecen flotar en neblinas de orín y diarios arrastrados por el viento. Había gritos a veces, y jadeos. Una tarde abrí la puerta sobre un largo, angosto corredor, y encontré colgando del picaporte la bombachita raída que alguna joven prostituta abandonara. La recuerdo, vívidamente, como a una cara. --------------------------------------------------------------------------------------- XXII Anabella era una muchacha que en su ataúd de vidrio yacía con las serpientes, rubia, pálida. Fue, carromato de mercachifles, mi bella durmiente ecuatoriana. De la mulata nunca supe el nombre. Me invitó a ir con ella una tarde, cruzando un barrio de prostitutas mientras caía en su belleza y su miseria la ciudad de Cali. La tercera fue una mujer de México, mestiza, lavandera, a quien su propio marido públicamente apaleaba. A las tres las tuve en mi memoria, les di la mano, para atravesar juntas una vasta, interminable galería de retratos. --------------------------------------------------------------------------------------- XXVI ¿Fue en Honduras, en El Salvador en Guatemala? ¿Dónde compré aquella guitarra? Era en una plaza. El viejo las hacía enteras. Clavijero de madera y encordada con alambre; cómo tocaba. Vuelvo a sacarte, con un rasguido popular, imperfecta, sensiblera, mi guitarra.

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